Desde la temprana infancia, la vida nos va preparando para el adiós final, que es la muerte, mediante múltiples despedidas. A medida que crecemos vamos cerrando ciclos que implican una despedida, como el término de los estudios, la mudanza de la casa materna, la separación conyugal o divorcio, hasta llegar a la muerte de un ser amado.

En cada una de estas circunstancias aparecen sentimientos naturales que generalmente sabemos manejar, como el miedo, la ansiedad o la expectativa ante una nueva situación. Sin embargo, al hablar de la muerte, es inevitable que tales sentimientos se agudicen, pues se trata de una separación definitiva, inevitable, sin retorno.

La muerte es un suceso que nadie puede evitar, y estar consciente de ello asusta. Los especialistas recomiendan, primero que todo, aceptar el hecho como algo natural. Una vez que los deudos aceptan que el ser querido se ha ido, que no volverá y que está en paz, el dolor comienza a disiparse.

Por otro lado, es importante tener claro que la vida continúa y que en un corto período de tiempo será necesario retomar las actividades normales y asumir de nuevo las responsabilidades rutinarias.

Para lograrlo, los dolientes necesitan mantener la comunicación entre sí, las visitas y los momentos juntos. Esto les permitirá brindarse apoyo emocional, además de recordar al fallecido y honrar su memoria.

Retornar a la realidad lleva implícito no volver a ver a esa persona especial y querida. Debemos prepararnos para enfrentarlo con paciencia, pero, sobre todo, con amor. Porque la ausencia de esa persona no significa que hemos perdido todo lo que vivimos juntos, o las enseñanzas que nos transmitió. Que esa persona se haya ido no quiere decir que nuestro vínculo con ella se ha roto para siempre; por el contrario, ese lazo que nos une permanecerá mientras estemos vivos y mantengamos cada momento compartido en nuestra mente.