Ambas son parte del duelo. En una primera etapa los familiares pueden sentirse indefensos ante la partida de un ser amado, sentir enojo porque los han dejado solos. En ese momento las personas sienten que no pueden cambiar la situación, que es irremediable, que han perdido absolutamente todo en relación con el ser que ha partido. Y es normal este sentimiento de impotencia que la mayoría define como resignación y que, además, viene a ser una especie de paliativo para no causar más dolor a los demás familiares, pues suelen hacer lo posible para dejar de hablar de quien ya no está.

La resignación, como se dijo antes, es una etapa del duelo. Cuando la persona se queda en ella, no es capaz de salir de ese estado, entonces puede requerir ayuda especializada. Sin embargo, normalmente los deudos pasan a otra etapa del duelo que es la aceptación y que permite ver la situación desde un punto de vista más sereno y evolutivo. Cuando la persona que ha perdido un ser amado acepta tal hecho, esto no significa que lo sacará de su vida para siempre.

Al contrario, al aceptar su partida afloran en su mente todos los buenos y bellos momentos vividos, las alegrías compartidas, los desvelos por una buena causa o como apoyo a otras personas o el cuidado de los hijos. La aceptación ayuda a darle valor a todo lo vivido con el ser que ha muerto y recordarlo desde los momentos felices y afortunados de la vida.

La resignación, en el duelo, casi siempre da paso a la aceptación de que la vida continúa, que no se queda estancada porque nuestros seres queridos ya no están físicamente a nuestro lado. Es importante, por supuesto, recordar que la muerte no es más que el final del cuerpo físico, luego de un período de tiempo en el cual el individuo completa su crecimiento y desarrollo. De manera que cuando una persona muere los familiares pueden refugiarse en los recuerdos más afortunados con esa persona en lugar de aferrarse a su ausencia física, y continuar la vida ofreciéndoles siempre respeto y honrando su memoria.